Lectura
orante del Evangelio: Lucas 15,11-32
“Miremos
nuestras faltas y dejemos las ajenas, que es mucho de personas tan concertadas
espantarse de todo” (3 Moradas 2,13).
Le traen una
mujer sorprendida en adulterio. Estamos ante una pieza maestra
de la vida, una joya de la misericordia. Para los letrados y fariseos lo
importante es que el sistema funcione, aunque éste sea radicalmente injusto. Se
creen superiores y mejores que nadie; lo suyo es condenar, mientras los débiles
siempre son culpables. Jesús es otra cosa, sale a buscar lo perdido, a levantar
lo caído. Quien es amigo de Jesús no cultiva una santidad postiza ni una
superioridad nefasta, que hacen más que daño. La oración verdadera no busca
culpables sino cómo rehacer la vida poniendo ternura y misericordia en las
heridas. Como Jesús. Sáname, Señor Jesús.
‘La ley de
Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?’ Una
mirada fría, llena de odio y agresividad, pretendidamente amparada en la ley,
quiere la muerte. Jesús tiene otra mirada. Su vida es un canto a la
misericordia; su pretensión, curar los males. Jesús se acerca a los pecadores,
come con ellos, goza perdonando. La gracia no rechaza. La santidad no se aísla
ni margina a los pecadores. La luz entra en la oscuridad y la vence. El agua
penetra en la tierra agrietada y la fecunda. ¿Cuándo aprenderé, Jesús, a no usar la violencia? ¿Cuándo se asomará mi
fe en la alegría?
‘El que esté
sin pecado que tire la primera piedra’. Jesús no
trivializa el pecado, basta mirar la cruz para entenderlo. Pero todo pecado
pide misericordia. Tras un silencio tenso, Jesús abre caminos a situaciones sin
salida; salvar al pecador es su obsesión. ¿Por qué nos consideramos justos
cuando todos necesitamos el perdón? ¿Quiénes somos para juzgar a los demás?
¡Qué mal sabemos tratar el pecado de los otros! La oración nos ayuda a entender
estas verdades y a retornar a los caminos de Jesús. ¿Dónde se me ha perdido la novedad de tu Evangelio? Ayúdame, Jesús, a
encontrarla.
Y quedó solo
Jesús, y la mujer en medio de pie. Después de todo el ruido
condenatorio, solo quedan dos seres humanos que se miran: la miserable y la
misericordia; entre Jesús y la mujer se ha abierto un espacio de dignidad.
Cuando Jesús está en medio, todo huele a perdón; ha venido a salvar. Una mirada
de amor se abre camino, el desierto se hace transitable, se hace posible lo
imposible. Orar es acoger la mirada de Jesús, entrar en su corazón abierto,
donde lo viejo pasa y empieza lo nuevo, donde hay esperanza. Yo también necesito tu mirada de amor.
‘Mujer,
¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?’ Ella contestó:
‘Ninguno, Señor’. Jesús dijo: ‘Tampoco yo te condeno’. ¡Con
qué facilidad perdona Jesús y ve la belleza! Y, perdonando, crea futuro. Lo de
atrás queda borrado. Solo el encuentro con Jesús queda, imborrable, en el
corazón. ‘Tampoco yo te condeno’, mensaje corto en palabras, pero que llega. Es
hora de correr hacia la vida. El perdón es la alegría que hay que anunciar. Gracias, Jesús. Tu perdón es una
fiesta.
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