Celebramos con gozo el misterio de la Ascensión del Señor Jesús al cielo.
La Ascensión de Jesús nos muestra cuál es el futuro que Dios ha reservado a sus hijos: es el cielo alcanzado por Jesús donde --como había dicho-- va a prepararnos un sitio para que donde esté Él también estemos nosotros. Él, desde hoy, nos toma consigo. Los discípulos de Jesús no han resuelto todos sus problemas: son hombres débiles, incrédulos, llenos de miedos. Y sin embargo, podemos ser testigos de este amor, siempre y hasta los confines de la tierra, es decir, para todos, incluso aquellos que no consideramos o que nos sentimos con derecho a tratar mal. Encontremos un poco de cielo en la vida de cada uno y seremos también nosotros personas del cielo.
Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda
la creación. Jesús nos confía el Evangelio a nosotros, sus amigos.
Nos envía para que anunciemos su victoria sobre el mal y la muerte. Se respira novedad,
victoria, alegría y mucha confianza en las palabras de Jesús. Oramos y cantamos
mientras vamos de camino, llevamos el Evangelio en el pecho, compartimos con
todos el Evangelio, leído y orado en grupo. El horizonte es el mundo entero,
que está tan necesitado de amor y que espera, más que nunca, oír habla de Dios
y volver a Él para encontrar el verdadero sentido de sí mismo. Me pongo en camino para que otros conozcan
tu amor, Jesús; así, el Padre será todo en todos.
El que crea y se bautice se salvará. Solo
el amor de Jesús, del que está lleno el Evangelio, es digno de ser una
propuesta de fe libre para el ser humano. Cuando compartimos el Evangelio con
los que nos rodean, ponemos en el centro a la persona misma de Jesús y puede
empezar el camino de la fe como un diálogo de amistad con Él. El Evangelio de
Jesús, oferta de Dios a los hombres, tiene tal fuerza salvadora que, con él en
las entrañas, todo comienza de nuevo. El Evangelio toca el corazón, viene
acompañado de la alegría, desborda las expectativas de vida, salva de la
soledad de no amar ni ser amados. Tu
palabra, Jesús, me crea, recrea mi fe.
A los que crean les acompañarán estos signos. La
fe en Jesús se muestra en una manera de vivir, que humaniza este mundo. La fe
se asoma en los signos que Jesús hacía por los caminos. Nuestro tiempo necesita
ver, encarnados en los creyentes, los signos de Dios. Los orantes, si se han
hecho a base de Evangelio y han sido alcanzados por la victoria de Jesús, serán
una presencia significativa en medio de las gentes, elaborarán, con creatividad
y belleza, nuevas respuestas para los nuevos problemas, promoverán la cultura
de la vida, especialmente allí donde la dignidad humana esté más escondida por
la enfermedad, el aislamiento, la pobreza. Envíame
tu Espíritu, Jesús, para que a mi fe la acompañen las señales de tu amor.
Después de hablarles, el Señor Jesús, ascendió al
cielo y se sentó a la derecha de Dios. Los
orantes nos vestimos de fiesta para celebrar con toda la Iglesia el triunfo de
Jesús, su ascensión a los cielos. Con la presencia del Espíritu, estrenamos
nuestra hora para continuar viviendo el Evangelio de Jesús. No estamos solos.
Jesús nunca nos abandona. No hay comunión más amable que la de Jesús con el
Padre en el Espíritu. Esta comunión es nuestro hogar, nuestra fuerza, nuestra
meta; en ella se renueva el sentido de nuestra vida. Esta comunión alienta
nuestro caminar y nos espera; la oración bebe de esa fuente. Para ti es mi vida, Señor. Gracias por estar siempre.
Ese día de la ascensión los discípulos le comprendieron profundamente: en cualquier parte de la tierra, en cualquier época y a cualquier hora en que se reúnan dos o más discípulos del Señor, Él estará en medio de ellos. Desde ese momento en adelante la presencia de Jesús sería siempre más amplia en el espacio y en el tiempo: acompañaría a los discípulos para siempre, en cualquier lugar y situación. Esta es la razón de su gran alegría: nadie en el mundo podía alejar a Jesús de sus vidas. Esta alegría de los discípulos es ahora nuestra alegría.
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