sábado, 1 de septiembre de 2012

DOMINGO VIGÉSIMO SEGUNDO DEL TIEMPO ORDINARIO

Lectura orante del Evangelio: Marcos 7,1-8.14-15.21-23


Se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos letrados de Jerusalén. Orar es acercarse a Jesús. Pero eso no basta. La Palabra de hoy nos pregunta por los motivos hondos por lo que oramos y vivimos. Podemos practicar la oración y, sin embargo, habernos alejado del amor y de la alegría de Dios. Podemos presumir de buenos y haber olvidado la danza de la libertad. Podemos cumplir con normas y, sin embargo, tener los ojos manchados para ver a los demás con un corazón asombrado. Una oración así más que acercarnos a la fuente, nos aleja de ella. El mal también se puede disfrazar de oración. Me acerco a ti, Jesús. Que tu luz me haga ver la luz. Limpia mi oración y mi vida. Que no engañe a nadie con tus cosas. 
 ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos las tradiciones de los mayores? ¿Cómo es que llamados a tanto, a una unión de amor con Dios, nos quedamos en tan poco? ¿Por qué una manera de vivir la oración puede llevarnos a la estrechez de mente y a alejarnos de la novedad de Jesús? ¿Por qué nos brotan esas preguntas tan raquíticas, que pretenden controlar a los demás? Nuestra oración, cuando es una fábrica inhumana de lo que Dios no quiere, cuando reemplaza la voluntad de Dios por la nuestra, cuando pretende que Dios se ponga a nuestro favor contra otros, necesita una profunda conversión. Jesús, cambia mi mentalidad, enséñame los caminos de la libertad y del amor.
 
Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Jesús hace visible la queja de Dios, manifestada por los profetas. ¿Qué es una oración, que no nace del corazón, ni se recrea en el amor de Dios? ¿Qué pasa cuando las palabras se alejan del corazón? Se rompe el proyecto de Dios de igualarnos con su amor. Perdemos la vida de Jesús, levadura de todo lo humano. La verdadera oración nace de un corazón abierto a Dios y misericordioso con los hermanos. No quiero orar ni vivir sin tu Espíritu. ¡Qué plenitud la de tu alegría en mí, Señor!

El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. Las normas, por sí mismas, no tienen valor. Hinchan pero no conducen al amor ni a la libertad de los hijos e hijas de Dios. Las tradiciones humanas nunca han de tener la primacía. Lo primero es siempre Jesús y su llamada al amor. Los verdaderos mandamientos de Dios son los que liberan nuestras conciencias oprimidas y nos dan la salud, que es el amor. Mi corazón es para ti, mi Dios y Señor. Entra en mí. Inúndame en tu amor. Que ya solo el amor sea mi ejercicio. 
¡Sí, Padre!



 "Si conocieras el don de Dios..."

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