La Liturgia de este séptimo Domingo del Tiempo ordinario nos presenta Jesús sanando a un paralítico.
Reflexionemos brevemente sobre el mensaje de esta Palabra.
Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: ‘Hijo, tus pecados quedan perdonados’.
¡Dichosos los que se acercan a Jesús! Los orantes van al encuentro de Jesús con el amor, lenguaje que Él más oye, con la fe, mirada que atrae su mirada, y con la esperanza, pobreza abierta que Jesús llena de gracia. Lo primero que hace Jesús es sanar la vida en la raíz, o sea, perdonar, porque el pecado es mucho más serio que la enfermedad. La oración es una experiencia liberadora, porque, gracias al perdón, el ser humano se encuentra con la verdad de sí mismo. Ven, Espíritu Santo. Ayúdame a ir a Jesús con la fe viva, con el amor apasionado, con la esperanza alegre.
‘Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados…’ entonces dijo al paralítico: ‘Contigo hablo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’.
En la oración acontece el encuentro verdadero, el tú a tú de Jesús con nosotros. En el más profundo centro, Jesús habla con cada uno –‘contigo hablo’-; ahí muestra la infinita ternura del Padre, invita a levantarse de los errores pasados y a olvidar los pecados del ayer, que tanto culpabilizan la conciencia; ahí propone al ser humano la fascinante aventura de estrenar una vida nueva, libre de muletas, llena de gozo. Levántame, Señor Jesús. Sáname, Señor Jesús. Hazme de nuevo, Señor Jesús.
Daban gloria a Dios diciendo: ‘Nunca hemos visto una cosa igual’.
La gratuidad desbordante y sanadora de Jesús se asoma en la alegría y en el servicio del Reino. El estilo libre y liberador, sanado y gozoso de los orantes es la mejor expresión de la novedad de Jesús, la más bella glorificación al Dios que solo quiere amar y dar vida. ¡Gloria a ti, Padre! ¡Gloria a ti, Señor Jesús! ¡Gloria a ti, Espíritu Santo! Amén.
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