14 de diciembre celebramos en el Carmelo la solemnidad de San Juan de la Cruz.
Un hombre que supo descubrir y vivir lo esencial: el AMOR.
Un hombre a quien la vida le privó de muchos bienes, pero que supo, en medio de todas las privaciones, encontrar la única Riqueza verdadera: DIOS, y a ÉL sólo asirse.
Juan de Yepes nació en Ávila, España, en 1542. Hijo de Gonzalo de Yepes y Catalina Alvarez. Cuando tenía sólo tres años murió su papá. Tuvo una vida muy pobre y dificil. En 1563 ingresó en el Carmelo. En julio de 1567 fue ordenado sacerdote. En noviembre de 1568, bajo la guía de Santa Teresa de Jesús funda el primer convento de Descalzos en Duruelo. Trabajó incansablemente por el desarrollo de la Orden. Es autor de varias obras espirituales de excelente doctrina. A las 12 de la noche del 13 al 14 de diciembre de 1591 muere santamente a los 49 años de edad. Beatificado en 25 de enero de 1675. Canonizado el 27 de diciembre de 1726. declarado Doctor de la Iglesia el 24 de agosto de 1926.
Según retrato trazado por un súbdito y compañero del Santo, Juan de la Cruz fue hombre de mediano cuerpo, de rostro grave y venerable, algo moreno y de buena fisionomía; la frente ancha y espaciosa; los ojos, negros, con mirar suave; cejas bien distintas y formadas; nariz igual, que tiraba un poco a aguileña; la boca y los labios, con todo lo demás del rostro y del cuerpo, en debida proporción. Traía algo crecida la barba, que con el hábito grosero y corto le hacía más venerable y dificativo. Su trato y conversasión apacible, muy espiritual y provechoso para los que le oían y comunicaban. Fue amigo de recogimiento y de hablar poco; su risa poca y muy compuesta. Cuando reprendía, como superior, que lo fue muchas veces, era con dulce severidad, exhortando con amor fraternal, y todo con admirable serenidad y gravedad. Era todo su aspecto grave, apacible y sobremanera modesto, en tanto grado, que sola su presencia componía a los que le miraban, e representaba en el semblante una cierta vislumbre de soberanía celestial que movía a venerarle y amarle juntamente.
También consta que Fray Juan era de temperamento mesurado, silncioso y un tanto retraído. Aunque su austeridad y sobriedad rayaban en lo extremoso, sabía ser afectuoso y comprensivo con los demás, conjugando la firmeza con la afabilidad y hasta con la ternura. Ordenado y metódico por naturaleza, sabía acomodarse a las circunstancias y situaciones imprevistas. Su sensibilidad vibraba con fuerza ante el bien y la belleza; el encanto de la naturaleza transportaba su espíritu con el mismo ímpetu que la gracia divina. Humilde, pacífico y obediente, reaccionaba sin miedo ante la falsedad, la incoherencia, la insidia o la tergiversación. Supo corresponder con exquisita gratitud a favores y servicios. Sus hijos e hijas espirituales encontraron en él entrañas de madre. Perdonó con amor heroico a quienes atormentaron su existencia con calumnias, persecuciones e injurias.
No puede negarse la figura polifacética de Fray Juan: artista y pensador; místico y teólogo; afable y austero; solitario y maestro de espíritus, humilde y doctoral. Su personalidad no proviene de bruscos contrastes, resulta más bien de una profunda y harmoniosa unidad de cualidades humanas y espirituales. El equilibrio temperamental de base se complementa en una perfecta fusión de naturaleza y gracia, de humano y divino. Fray Juan de la Cruz, asumió y perseguió la santidad como ideal único, supremo, irrenunciable. A la posesión del Absoluto, la unión con Dios, subordinó y sacrificó planes y programas de vida. La conquista realista de la santidad confiere suprema unidad y coherencia a su vida y a su doctrina: es la que unifica con fuerza dinámica todas sus energías y cualidades.
"El alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente".
"¿Qué aprovecha dar tú a Dios una cosa si Él te pide otra? considera lo que Dios querrá y hazlo, que por ahí satisfarás mejor tu corazón que con aquello a que tú te inclinas".
"El mirar de Dios es amar".
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